Mariposa translúcida  Hace no mucho tiempo, alguien me regaló una frase que había escuchado y que le había causado una honda impresión: «Puede haber amor sin dolor, pero el dolor sin amor no tiene sentido».

Últimamente voy nombrando por aquí una y otra vez el Misterio. A veces con mayúscula y a veces con minúscula. En esta etapa de mi vida, el Misterio se está haciendo evidente, no como algo que hay que desvelar del modo en el que, de niña, deshojaba flores para poder ver su arquitectura oculta, sino con su propio significado intrínseco. La fuerza del Misterio está en el propio misterio que lo constituye. Su evidencia se encuentra, no en la coherencia de la filosofía que desarrollamos al ensamblar su análisis, sino en la transformación que produce en nosotros cuando nos entregamos a él.

Y tal como lo estoy viviendo en los últimos años, el dolor es una de las expresiones más asombrosas del Misterio, a la vez escándalo y catalizador de inconcebibles metamorfosis. Línea que hay que andar con pasos no sé si de plomo o de pluma para decir con claridad lo que procede y no acabar diciendo, en cambio, lo que no tiene cabida en este tiesto. Si pudiera escribir sin palabras, ya habría conseguido contaros esto y, en realidad, confío en esa parte vuestra que comprende sin palabras para lograr compartirlo con vosotros.

No deseo el dolor, no lo amo, no lo busco, no lo pido. Ni para mí ni para nadie, en realidad.

Si contemplo, si me abro a la experiencia y a la sensación ante nuestros arquetipos, si escucho la voz subterránea de nuestro inconsciente colectivo, en estos momentos de mi existencia confieso que no creo que el dolor forme parte de nuestro destino último ni de nuestra esencia (dad a esas expresiones el significado que queráis; yo voy a evitar hacerlo porque, cuando lo intento, me mareo). Sin embargo, desde ese mismo lugar, sí que aparece fuertemente en tantas imágenes poderosas, actuales o arcaicas, de nuestro camino.

El dolor viene con la Vida. Y con la vida.

Y una parte instintiva, sabia, de nuestro interior, se rebela ante su gobierno. No estamos hechos para andar enfermos, heridos ni esclavos.

A veces, cuando esto no encuentra su lugar, nuestra ira y nuestro temor ante su poder nos llevan al punto de rechazar la Vida o la evidencia, de enterrar la cabeza, el corazón, las entrañas, las manos, los pies… como hace el avestruz, de distraernos con ocupaciones, colores, sabores, sensaciones y músicas… de destrozar o endurecernos para volver el dolor hacia otra parte… Incluso nos atrevemos a decirle a la Vida cómo tendría que ser o que no ser, a pretender determinar qué es justo o qué es injusto en lo que resulta ser mucho más grande que nosotros. Ahí estamos en el escándalo. No puede ser, no cabe y lo echaremos fuera de nuestro mundo «bueno» como sea.

Y otra parte no menos instintiva y sabia de nuestro interior se rinde ante su evidencia, ante su inevitabilidad. Tampoco estamos hechos para decidir el curso del universo ni para estar por encima de todas las cosas. Ni para que lo que no nos gusta, lo que nos parece terrible, injusto o inmerecido, no nos afecte.

En ocasiones, cuando intentamos forzar esto, nos convertimos en marionetas rígidas, en budas impostados o pretendidos santos de sacarina que también renuncian a sus entrañas para evitar el dolor desde otro lugar tanto o más engañoso.

El dolor…

Cuántas veces nos empeñamos en negar, para esquivar el dolor, lo inmutable y en evitar el dolor de entrar a transformar lo transformable.

Pero no quiero desviarme ahora por ahí…

El dolor, no deseado, no amado, no buscado, no solicitado… se nos impone. El dolor verdadero. Y en ese tiempo y en ese lugar de los que no podemos realmente escaparnos, lo único que nos queda es estar. Andar. «Transitar», nos gusta decir a los gestaltistas. Quizá «entregarnos» sería el lenguaje de los místicos.

 Y en esta entrega, en este tránsito, ya no somos nosotros quienes llevamos el timón y el mapa de nuestro viaje porque el túnel en el que hemos entrado nos sobrepasa mucho. Frágiles y presentes. Al fin pequeños. Al fin responsables. Al fin abiertos a la fuerza a recorrer rutas que nunca habríamos elegido, a vivir batallas, abismos o desiertos que nunca habríamos buscado, a encajar pérdidas, mutilaciones que nunca entraron en nuestros planes. 

Es así como llegamos, de pronto o poco a poco, a otro lugar, a otro ser, a otra vida… A otra consciencia. El dolor indeseable e indeseado nos va transformando profunda, alquímicamente.

Y sigo sin amarlo, sin buscarlo, sin pedirlo, sin vislumbrarlo en nuestro destino final, en nuestra esencia y el resto de intuiciones innegables y mareantes… pero ahora lo respeto como se respeta a un Maestro que no se puede entender. Y si pudiera volver atrás y eludirlo de verdad, estoy prácticamente segura de que lo haría. 

Sólo puedo mirar el dolor desde el Misterio. Y en el Misterio, el dolor y el amor andan juntos, qué duda cabe.

Marian Quintillá