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La debilidad como maestra nos vuelve sencillos, necesitados, mortales. Humildes. Misericordiosos. Nos muestra el verdadero alcance de nuestra bondad, nuestra honestidad, nuestra fuerza, nuestra autosuficiencia, nuestro aguante, nuestras capacidades…

No llegamos: ésa es la verdad. En esa verdad encontramos la libertad misma. Hoy, ahora, así, no podemos, no llegamos más allá.

A veces, es nuestro corazón el que desfallece. Otras, el cuerpo, el que falla. O el instinto, el valor, la cabeza…

Cuando conseguimos aprender a respirar en ese mar difícil, miramos y nos dejamos mirar con amor.

Nos hacemos consecuentes. Respondemos. Nos afinamos, aprendiendo para el próximo paso, la próxima vez…

La debilidad como maestra es lo único que nos puede hacer trascender. En el tiempo en que nos sentimos fuertes y creemos que podemos sostenernos a nosotros mismos, no comprendemos nuestra necesidad de lo que hay más allá de las banalidades con las que nos vamos satisfaciendo, de las promesas con las que entretenemos el hambre. Sólo en el momento en el que comprobamos su insuficiencia, abrimos los ojos de nuestro sueño de cotidianeidad segura, comprendemos el abismo que es preciso cruzar para dejar de perder el corazón y el tiempo.

La debilidad como maestra nos transforma.

Ojalá nunca recuperemos nuestra vida. No es un deseo cruel. Al contrario: ojalá nunca volvamos a estar ciegos.

Y que puedan llegar la felicidad, la plenitud… con los ojos abiertos.

La debilidad como trampa nos hace taimados y cobardes. Nos dota de una falsa fortaleza con la que nos consentimos el descuido, el abandono, la irresponsabilidad, el ataque, la deslealtad, la desconsideración… como si fueran logros de nuestro libre albedrío. En ocasiones hasta enorgulleciéndonos de ser capaces de ellos. Nos justifica una autoindulgencia innecesaria o, si se tercia, nos protege envolviéndonos en una culpa cómoda que nos permite sentirnos razonablemente mal librándonos, al mismo tiempo, de asumir responsabilidades.

Miramos y nos dejamos mirar con avidez.

La debilidad como trampa nos ciega, nos adormece. Quizá logremos conmover o disimular, pero nos hace peligrosos.

No aprendemos nada valioso y, a cambio, logramos justificar…

La debilidad como trampa nos vuelve eternos traidores, eternos parásitos, eternos muertos, eternos resentidos… que continúan escarbando en busca de la componenda que les permita seguir sin ver, ni  arriesgar, ni cambiar.

La debilidad como trampa nos inutiliza.

La debilidad como maestra. La debilidad como trampa. Qué fácil confundirlas. Cuántas veces buscamos ayuda para curarnos de la primera y legitimar la segunda.

A la maestra, nadie la quiere. La trampa, en cambio, ¿quién no la ha jugado?

Pero la maestra nos sigue esperando, a la vuelta del siguiente recodo, rompiéndonos planes, vestida de contrariedad, de desgracia o de imprevisto, en busca de la grieta por la que introducirse, volverse evidente, rendirnos, hacer estallar en pedazos nuestra ciudadela y mostrarnos al fin el verdadero corazón, la verdadera honestidad, la verdadera fuerza, la verdadera valentía…

Marian Quintillá