A tres días del taller de otoño de El Guerrero Interior, nos paramos a reflexionar en este momento del año en el que la vida y la muerte se acercan como nunca. Es cierto que van juntas; también lo es que casi nunca nos acordamos de corazón. Qué buena época para plantar los pies en el suelo y dejar que nuestra mirada vaya más allá. Os esperamos.

Ayer empecé a tener presentes a nuestros muertos, como cada año desde que era niña. Al principio, mis muertos no eran muertos que hubiera conocido, pero sus imágenes me habían llegado a través de la voz de mis seres queridos. Después, conforme iba avanzando la vida, fueron apareciendo los míos propios, los que he conocido, amado y perdido, aumentando en número, en amor, en dolor, en intimidad… y a día de hoy sé que, cada vez que me siento a recordarlos, inevitablemente me olvido de algunos de ellos, unas veces unos y otras veces otros, sin que por ello sean menos caros a mi corazón. Sois tantos…

Hubo un tiempo, cuando esto empezó a ser así, en el que me asustó la magnitud de las pérdidas, que además no tenía aspecto de ir a detenerse salvo con mi propia muerte. Cómo llevar sin decepción este cúmulo creciente de valiosas ausencias, estos vínculos truncados, esta característica de la existencia ineludible y cruel.

No recuerdo el instante en el que el sentimiento se dio la vuelta y empecé a sentirme afortunada, alimentada por haber sido tan amada y amado tanto. Por seguir siéndolo, aún en medio de la niebla que abotarga nuestros sentidos desluciendo el brillo del amor presente. Experimenté el milagro de ver completarse, perfeccionarse, el amor a través del paso de la muerte. De mortuis, nihil nisi bonum. De los muertos, nada salvo lo bueno. Qué inquietante frase que suena casi a engaño manifiesto, a hipocresía socialmente pactada. Y sin embargo, ¿acaso no lo hemos vivido dentro de nosotros de una forma que nos permite comprender? De esta vida imperfecta, tomemos lo impecable, de estas relaciones desportilladas, tomemos lo valioso e incineremos los inevitables rastrojos. No en el sentido de ignorar las atrocidades o los errores, de negar partes de lo que ha sido, sino en el de conservar e injertar en nosotros aquello que nos fortalece y nos sana.

Celebrar nuestros muertos es aceptar la vida y abrirse a ella. Agradecerlos es encender estrellas en el presente y en el futuro. Tomar la fuerza.

Quien no sabe alimentarse no puede sostenerse.

Y no dudemos de que, tarde o temprano, el amor y el horror irán o habrán ido unidos, la vida podrá ser o haber sido hermosa y terrible. Dónde pondremos entonces nuestra voluntad. Qué elegiremos.

Ayer empecé a tener presentes a nuestros muertos mientras ya estaba teniendo presentes a los guerreros del taller de otoño, cada día más cerca de encontrarnos. Me daba la sensación de que unos y otros estamos estrechamente vinculados, de que en esa multitud silenciosa de quienes ya han partido se encuentra una parte crucial del misterio de la fuerza y de la paz.

Y deseé que, a pesar de ese temor a lo doloroso que parece estar transformando la profundidad de la vida en un tabú, nunca lleguemos a olvidar festejarlos, venerarlos, bailar con su inexpresable recuerdo.

Marian Quintillá