Manos de anciano

En el tiempo en el que empezaron a llegar la decadencia física, la enfermedad y la decrepitud, el viejo guerrero estaba tan en paz ante su vida como ante su muerte. Así lo había expresado: «Si viviera otra vez, volvería a hacer lo mismo». Y también: «No me da miedo mi muerte por mí». Lo que le afectaba entonces, en el tiempo de empezar a ver llegar la despedida, era el dolor que sabía que su desaparición causaría a aquellos por quienes era más estrechamente amado.

«Si viviera otra vez, volvería a hacer lo mismo».

En su juventud, como todos, el viejo guerrero hizo planes. Luego, las circunstancias lo llevaron a cambiarlos por otros y parte de lo que soñó, aunque estuvo tan a su alcance que llegó a rozarlo con las puntas de los dedos, nunca tuvo lugar. También adaptó su trayectoria a las necesidades de aquellos que, de un modo u otro, dependieron de él. Hizo lo que creyó. Amo lo que hizo. Se entregó tanto a sus decisiones como a sus seres queridos. Fue generoso en bondad y en nobleza. No ambicionaba la gloria, sino la paz. Conoció tristezas, disgustos y dolores. Tuvo dones, logros y pérdidas. También satisfacciones, alegrías… Supo valorar lo que hubo en su camino y un buen día me di cuenta de que, en tantos y tantos años, raramente lo había escuchado quejarse de alquien o de algo.

En el tiempo en el que empezó a llegar el final, el viejo guerrero tenía su corazón en orden. Podía aceptar lo que viniera y el amor daba sentido a su existencia.

Pero nadie, y por lo que se sabe él menos que nadie, había imaginado lo que estaba por llegar. A aquel momento duro y pleno siguió un largo tiempo de desgracia, dificultades, desequilibrio e impotencia. Algo en lo que confiaba se desvió inesperadamente. Y durante años que parecían no tener fin, los dolores, dislates y contratiempos se sucedieron sin interrupción, el viejo guerrero se vio reducido a la inactividad, a la indefensión… perdió la capacidad de que su voluntad fuera escuchada, se hizo con él lo que no habría querido y no se hizo con él lo que había expresado que quería, se le fue deshaciendo la memoria, la movilidad, la expresión… dejó a los suyos desvalidos en aquello en lo que creía haberlos dejado más resguardados… su cuerpo se convirtió en lugar de dolores… se desintegró lo que amaba… tuvo que vivir la muerte del menor de sus hijos… fue dejando de hablar cada vez más…

No le gustaba el mundo porque veía a la gente sola, egocéntrica, desconfiada… y la sociedad corrompida.

Para qué.

A veces, parecía un desatino toda aquella decadencia. Mejor una buena batalla, con pies y cabeza, y ya…

Y sin embargo, frágil como un pajarillo de frases dificultosas, mal pronunciadas… y lúcidas, cada vez más lejano en su ensimismamiento, obstinado en seguir presente en su amor y en su mirada, rezando retazos de oraciones que aprendió mucho tiempo atrás… el viejo guerrero le iba enseñando a su hija, seguramente sin saberlo, los entresijos más inconcebibles del amor. Ésos que dejan la mente dando vueltas sobre sí misma como una peonza pero nos abren el corazón y el alma. No había nada que entender. Y ante lo implacable de las circunstancias que se iban presentando, muchas veces tampoco nada que hacer. Sólo aceptar. Dar. Estar. Y ella descubrió una dimensión del amor, de la batalla, de la rencidión, de la entereza… que nunca habría imaginado… y que, desde luego, habría preferido no conocer.

Era un tesoro. Como hierro candente en las entrañas, pero un tesoro.

Desde su rendición, desde su paz, ella sabía que, si le hubieran preguntado al viejo guerrero si estaba listo para atravesar aquella última, larga y absurda batalla en la que ella aprendería tantas cosas profundas que ignoraba, él habría estado dispuesto a cualquier precio, como lo había estado siempre.

Porque el precio era alto. Alto como el tesoro.

Pero… ¡qué no habría hecho él por ellos!

Por eso seguimos aquí, día a día, para lo que la vida nos quiera, experimentando un amor sencillamente mayor que el miedo, sintiendo gratitud por cada roce que se hace posible, por la memoria de las células que nos mantiene unidos más allá de cuanto nos había vinculado a lo largo de la vida. Yo, desde luego, no soy quien para dar órdenes a la existencia. sino para inclinarme a escucharla.

Y mi padre me sigue mirando como se mira a una hija. Y en sus ojos, para mí sigue estando todo claro como el agua.

Marian Quintillá