Cuando somos niños, el poder y la autoridad están fuera y vienen de fuera. Somos pequeños, vulnerables, especialmente dominables y, sobre todo, dependientes. Además, lo sabemos. Nos damos cuenta de que, por nosotros solos, no podríamos sobrevivir. En esta etapa, hay muchos adultos que ejercen el poder sobre nosotros (padres, profesores, familiares, monitores, etc.) y lo ejercen porque lo tienen, sin que nosotros hayamos tenido parte en este “empoderarlos”. Suya es la responsabilidad de nuestra integridad, nuestro desarrollo y nuestro bienestar y suyo es, consecuentemente, el poder necesario para llevarlo a cabo. Entre todos, abarcan todos los ámbitos de nuestra vida y nosotros no tenemos ni la información, ni la inteligencia, ni el criterio, etc. necesarios para cuestionarlos de raíz o sustituirlos.

De adultos, en principio el poder y la autoridad son un pacto social. Otorgamos a determinadas personas determinados poderes, con sus responsabilidades, y estas personas acceden a tomarlos haciendo así una función de servicio. Si no otorgáramos ese poder, si no reconociéramos esa autoridad, aquellos a quienes se lo damos no lo tendrían. Si ellos no lo tomaran y lo ejercieran, no nos serviría de nada otorgárselo por más que nos empeñásemos. Lo reconocemos y lo acatamos por un acuerdo entre iguales que, desde ese punto, voluntariamente se colocan en lugares distintos que hasta cierto punto los “desigualan”, con el fin de realizar una función, y ese poder tiene su lugar y su ámbito. Por ejemplo, la autoridad que le otorgo a mi profesor de yoga tiene que ver con que dirija las sesiones que voy a seguir o me indique los ejercicios que me puedan convenir, pero no le faculta para pretender que le lave el coche, mientras que si fuera su chófer, la situación sería justo al revés.

Y esto es así tanto cuando yo otorgo el poder como cuando me es otorgado y lo tomo.

Desde los niños que somos, el poder será un servicio, pero no podemos reconocerlo fácilmente como tal porque no tenemos elección. Al hacernos adultos, a medida que maduramos en este ámbito, esta consciencia de igualdad, corresponsabilidad y servicio se va haciendo cada vez más patente, lo cual nos permite vivir el poder y la autoridad cada vez con más libertad y claridad tanto a la hora de ejercerlos como a la hora de reconocérselos a otros.

Sin embargo, la maduración de la relación con la autoridad y el poder es un camino, y a lo largo de este camino muchas veces nuestras vivencias tempranas, nuestros dolores no resueltos y nuestra historia producen determinadas fijaciones o bloqueos que nos mantienen en conflicto con ello. Podemos concebir, por ejemplo, el poder o la autoridad como algo intrínsecamente malo, y desde ahí estar automática y reactivamente en conflicto con aquellos que estén en una posición de poder sólo por el hecho de que lo tengan, o también desde ahí no poder tomar el poder cuando nos toca, sino optar por convertirnos en una especie de “colegas ambiguos” de nuestros subordinados, dejándolos así abandonados y huérfanos del servicio que nos toca ofrecer como jefes. O, por poner otro ejemplo, podemos vivir la autoridad y el poder como algo intrínsecamente incuestionable, y someternos a quienes lo tienen situándonos por debajo no como subordinados sino como personas, o avasallar a los demás desde nuestra posición de autoridad. U otras muchas posibilidades que seguramente se os pueden ocurrir a vosotros y que nos impiden vivir esta característica humana con dignidad y fortaleza verdaderas y disfrutar de la utilidad que tiene.

Así, podemos encontrarnos de adultos comportándonos en estos ámbitos como niños sumisos, adolescentes rebotones, incuestionables absolutistas, calzonazos, tiranos, etc. Y conviene ir haciéndonos conscientes de cuál es nuestra relación con esta faceta propia y ajena y desde dónde nos relacionamos.

Esto es importante entre otras cosas porque, por otra parte, como humanos tenemos el impulso profundo de crear y de transformar nuestro entorno, nuestra vida, nuestras cosas, nuestro propio interior, nuestro mundo… de acuerdo con lo que vamos entendiendo, concibiendo, deseando… Forma parte de nuestro desarrollo y de nuestra aportación a la sociedad y a la vida. Y para eso es imprescindible tomar la autoridad de nuestras acciones y el poder necesario para ejercerlas.

Y además, porque nos encontraremos con otras personas que, desde su propio poder, están construyendo realidades acordes con las nuestras, opuestas o al menos aparentemente contrarias, al parecer compatibles o incompatibles. Nuestro presunto “paraíso” sólo sería posible si estuviéramos solos o con «los nuestros» y, sin embargo, (además de que habría que ver si sería realmente un paraíso o si nos ahogaríamos en el exceso de nuestra propia forma) somos asombrosamente diversos. El conjunto de lo que hagamos surgirá de la interacción entre lo propio y lo ajeno, que muchas veces parece contraponerse a lo propio. Esto nos impedirá conformar el mundo según el mapa de nuestras fantasías y al mismo tiempo dar lugar, a través del encuentro, el desencuentro, la armonía y el conflicto, a algo nuevo que está más allá de todos nosotros, que a todos hace salir de sí mismos y que es posible que a nadie satisfaga totalmente. Cómo entregarnos a eso y con qué grado de libertad o de ceguera.

Entre la creación y la guerra, la victoria y la rabia, la humildad y la firmeza, se vislumbra el siguiente escalón en el desarrollo del camino del Guerrero, que aunque pueda en cierto modo caminar en solitario, no vive solo.

Marian Quintillá

Manos 2