Si comprendiéramos profundamente el daño que hacemos y el que nos hacemos, dejaríamos de causarlo de inmediato.

Si comprendiéramos profundamente el bien que hacemos y el que nos hacen, viviríamos bailando, riendo y llorando de alegría y ni el acontecimiento más terrible lograría velar la luz de nuestros ojos.

Lo anhelado se volvería presente. Ya.

Pero nos toca vislumbrar a trozos, andar a ciegas. Tomar decisiones sin lograr abarcar el paisaje, como podemos, dejándonos cosas fuera, sobrevalorando otras…

Si pudiéramos ver… Sin embargo, no es nuestro destino. No así, al menos.

Nos guiamos torpemente con brújulas averiadas. Sentirnos bien y no sentirnos mal, lejos de resultar ser un reflejo que nos habla de parte de lo que está ocurriendo, acaba siendo un objetivo. Nada menos. Vaya hatajo de locos.

Por eso vivimos fragmentados por dentro y por fuera.

Por eso hay tinieblas. Y confusión. Y cadenas.

Pero ya llevamos unas semanas inmersos en el tiempo de las bendiciones y los milagros. Llueven sobre nosotros. Como decía mi madre acerca de otra cosa bastante parecida, sólo hay que apartar el paraguas para que nos empapen.

¿No los notáis? Suceden a diario. Se encadenan, incluso.

A veces, resultan deslumbrantes. Imposibles. Como ser niño, levantarse en la mañana de Reyes y descubrir que han pasado durante la noche llenándolo todo de regalos. O justo de ese regalo, el inalcanzable, el indispensable, el increíble. O que canten para nosotros los ángeles.

Otras veces, son directamente extraños, irritantes, como la pintoresca bendición de encontrar un establo en el que refugiarse para parir porque no hay ninguna posibilidad de conseguir una habitación decente. Hay que joderse. Y entonces a veces desconfiamos, nos decepcionamos, incluso nos enrabietamos. Porque no es como queremos o como creemos que debería ser.

Es que hay cosas que sólo pueden suceder de esa manera.

Bendiciones y milagros lloviendo. Y nosotros diciendo «Éste, sí» o «Éste, no», como princesas desdeñosas. Sabemos lo que es bueno. Tenemos planes.

Pero las bendiciones y los milagros dinamitan los planes. Para eso están hechos realmente.

Para desvelar. Para que veamos.

Es tiempo de milagros, de bendiciones. Eso significa que a lo mejor los proyectos no saldrán como se espera, que ocurrirán cosas asombrosas, imprevistas, y que no siempre parecerán algo mejor que lo que estaba dispuesto. O quizá sí, y mucho, o mucho más…

Llevamos tan mal eso de que nos tuerzan los planes… Casi preferiríamos renunciar a las bendiciones, a los milagros. Ante el riesgo, cerramos el corazón.

Pero, ¿los veis o no los veis?. Llueven con su locura luminosa mientras agradecemos o refunfuñamos.

El privilegio de cada momento de amor. Sea como sea. Hace un tiempo, me decía Maica: «Somos afortunadas en cada acto de amor que se nos concede vivir». Y vaya circunstancias nos rodeaban. Es cierto, incluso cuando nuestros seres queridos o nosotros nos estamos deshaciendo. Pero no iba a desviarme… o no mucho.

Quería llamar la atención sobre este extraordinario diluvio, no sea que nos pase desapercibido intentando tenerlo todo organizado, según debe ser.

Quizá entregándonos a estos días como no habríamos proyectado vivamos por fin en ellos lo que nunca antes habíamos experimentado.

Feliz Navidad, queridos Guerreros. Que el corazón os guíe y el valor os sostenga. Y que el camino os lleve, el río desbordado de los milagros y las bendiciones os arrastre a orillas ignotas, portentosas, en este tiempo misterioso en que todo es posible.

Marian Quintillá