Antahkarana, Elicia Edijanto

Todos sabemos ya que, aunque de niños nos dijeran cosas como «¡Sé valiente, no tengas miedo!», el valor sólo hace falta cuando estamos asustados y que, cuando no lo estamos, ni lo necesitamos ni lo estamos ejerciendo.

Así que hablar del valor del Guerrero es inseparable de hablar de su miedo.

Creo que la valentía más básica consiste en aprender a sentir el miedo sin insensibilizarse, huír de la situación o convertirlo en pánico, que es otra forma de no estar.

Quedarse. Enterarse. Sostener*.

Quien quiera emociones fuertes (y no simplemente intensas), que esté presente en su vida. Con eso basta.

Sólo desde la valentía se puede amar profundamente. ¿Y cómo de profundos son nuestros afectos? ¿Cuánto de lo que llamamos amor es sólo el divertimento y el placer que nos produce interactuar con otros, o incluso sentirlos «nuestros»?

No es que en el amor no haya o no deba haber placer ni divertimento. Muy a contrario: nos conduce a través de la puerta de la felicidad. Pero no son sinónimos. En el amor hay tanto placer como sacrificio, tanta diversión como hondura, tanto dolor como alegría. Y si esto nos asusta, seremos igual que niños que se comen los adornos de chocolate de un dulce, desechan el resto y salen a buscar otro para devorar también su ornamento.

¿Cuántas veces nos quejamos o nos descartamos porque nadie responde como quisiéramos a nuestra voracidad infantil?

No somos pasteles o galletas. Ni nos llenaríamos el corazón unos a otros si lo fuéramos.

¿Cuánta felicidad y cuánto dolor nos sentimos capaces de sostener? ¿A partir de que instante desaparecemos, no se nos vaya a llevar por delante el huracán?

El amor nos transforma. Nos pide que abramos las manos con las que estamos aferrando nuestros juguetes y nuestros asideros. Nunca resulta ser lo que creíamos y lo que hace con nosotros no es algo que tuviéramos previsto, porque lo que nos mueve instintivamente hacia el amor puede que sea el hambre, pero lo que nos pide va mucho más allá de saciar ningún hambre: es el don. Y el don trae la renuncia a ese yo tan conocido y preservado, a esos planes estrechos con los que soñamos, a esa «innegociable libertad» de ser nuestros propios esclavos por siempre jamás.

Para eso hace falta valor.

Y puesto que sólo un valiente puede amar y vivir, el corazón del Guerrero está ineludiblemente arraigado en el valor.

El valor es una fuerza sobria. Después puede vestirse a cada paso tan discreta o vistosamente como guste, pero en su centro lo que tiene es consistencia, no espectacularidad. No necesita impresionar ni hincharse, ni le hace falta fanfarronear, hechizar o asustar al otro para sentirse grande. El valor se apoya dentro. En lo verdadero.

El valor confía. No en que todo saldrá según los planes, sino en que paso a paso seguiremos desbrozando el camino.

El valor nos estructura mientras descubrimos horrorizados cómo se nos abre la espalda. Y cuando averiguamos que, contra todo pronóstico, debajo de nuestra tosca piel de gusano teníamos alas. Y en el momento en el que, sintiendo la emoción y el vértigo de la incertidumbre, echamos por primera vez – y otra, y otra, y otra… – a volar.

Marian Quintillá

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*Sostener no es aguantar. En realidad, para aguantar hay que insensibilizarse a la molestia de un modo u otro (por eso lo que aguantamos permanece a menudo durante un tiempo asombroso sin solución y generando por lo bajo cantidades cada vez mayores de frustración y de resentimiento). Sostener es experimentar con presencia, con responsabilidad.