Safe

Safe, Elicia Edijanto

I

Cuando era adolescente, de algún modo imaginaba a mi Guerrera y hacía caso de las construcciones de mi imaginación. Como tenía poca vida a mis espaldas, confundía lo que pensaba y sentía con lo que era. Qué importantes eran entonces las convicciones. Y cuántas.

A pesar de lo mucho que me gustaba criticar a los adultos, esperaba que al convertirme en uno de ellos adquiriría aquella seguridad sin fisuras que les atribuía, sólo que yo – a diferencia de la mayor parte de ellos y como muchos de mis compañeros de aventura – no me habría perdido a mí misma. Por eso nuestra generación podría verdaderamente, al fin, ser diferente de las anteriores y cambiar el mundo.

También, de una manera subterránea, angustiada, muchas veces contrafóbica, tenía miedo. De no poder, de no saber, de no ser lo bastante fuerte emocionalmente para sobrevivir a las pruebas a veces terribles que la vida nos trae…

Entre el ideal y el temor, era a la vez muy grande y muy pequeña.

II

Cuando empecé a buscar conscientemente a mi Guerrera, aún llevaba mi mapa. Otro mapa, claro está, porque desde aquel tiempo de adolescencia habían transcurrido bastantes años y ya no me engañaba tanto sobre lo mucho que, más allá de los pensamientos y sentimientos con los que me identificara, podía sorprenderme a mí misma. No había salido a buscar cualquier cosa, sino el poder, la solidez y la fuerza que me permitirían enfrentarme y vencer. Salir victoriosa de las contiendas por encima de las capacidades de mis adversarios. En ese aspecto, tenía la sensación de que, de adolescente, cuando las cosas eran a pesar de la dificultad mucho más rectilíneas y simples de lo que habían resultado con el tiempo, había sido también mucho más capaz en la confrontación. Con los años había aprendido a entender más, pero esta comprensión – paradójicamente – parecía haber minado mi potencia. La vida, en muchos aspectos, era simple y llanamente una batalla en la que yo necesitaba no sólo aparecer sino, además, mantenerme.

A ver si iba a resultar que el corazón es peligroso y, cuanto más grande y ecuánime se nos hace, más nos debilita…

Así llegué a este camino. O más bien, le puse nombre, porque estar en él ya estaba, como todos. Y por ahí empecé.

Pero por esa vía no daba en realidad aún con mi Guerrera, sino con el modo en el que el ego se atavía con su brillante e inconmovible armadura.

III

Hasta que la vida, según suele tarde o temprano, se fue dedicando a hacer trizas mi mapa. Y no sólo mi mapa, sino una buena parte de mi mundo, incluidas cosas que yo consideraba – en lo profundo – indestructibles.

Eso era lo que más temía cuando era adolescente: estallados de verdad los andamios, dinamitados los refugios, roto el corazón, qué quedaría de mí.

Y, donde sólo yo podía verlo, lo que quedaba no tenía nombre. Ni forma.

Así fue como empezó a revelarse la Guerrera. Ya no la buscaba, puesto que no tenía ninguna pista siquiera sobre de quién se trataba. Ya no quería su potencia para vencer ¿acaso había algo por lo que luchar que no fuera flor de un día, que hoy nos entusiasma y mañana nos deja huecos? Encontré dentro de mí una expresión que, en aquella tierra de nadie, parecía tener sentido – quizá ya la he compartido con vosotros alguna vez -: ‘La vida no está hecha para mí: soy yo quien está hecha para la vida’.

Hacía lo que tenía que hacer no por deseo, miedo, expectativas, rabia o entusiasmo, sino por responsabilidad.

De ese modo, como os decía, la Guerrera fue llegando. Había dejado de ponerle trabas a su verdadera naturaleza, de exigirle que respondiera a mis esperanzas o realizara mis metas… Para ser sincera, ni siquiera la aguardaba, y mucho menos la anhelaba. En aquel momento, lo más confortable y dulce habría sido desaparecer.

Pero no era hora de desaparecer, sino de permanecer.

Y al fin, no por sabiduría sino por necesidad, comencé a permitirle que fuera ella la que me enseñara, condujera mis pasos, me mostrara el mundo, me desvelara aquello a lo que yo estaba ciega.

Estallados los andamios, dinamitados los refugios, roto el corazón… quedaban los cimientos. Orígenes de aquella fortaleza que yo, de adolescente, concedía a los adultos y que – seguro que ya os lo imaginabais – no era como la había fantaseado, sino en todo caso más bien al revés: la fuerza de no necesitar fortalecerse, la potencia de sostener ser débil, la libertad de poder permitirse morir. 

Estoy segura de que – y más a quienes me conocéis – es innecesario que os lo diga, pero de todos modos lo diré: si es que se llega mientras estamos vivos, yo no he llegado. Estoy en el camino, como todos nosotros. Tengo la impresión de contemplar – de habitar, tocar y gustar – el portal que da entrada a un mundo pleno en el que lo que me rodea y lo que hay en mi corazón van hallando poco a poco la verdadera armonía. En caso de que acabe mis batallas, me apresuraré a contároslo. Aún me quedan unas cuantas…  

En esto estamos. Y no os ofrecemos más que el acompañamiento en este tramo del camino del Guerrero, pero es que eso es todo lo que os podemos ofrecer.

Marian Quintillá