ReconciliaciónSi somos afortunados y logramos habitar nuestro cuerpo, cosa que creo que consigue bastante gente a lo largo de la vida, llega un tiempo en el que empezamos a tener verdaderas ganas de acabar con la guerra. No como pensamiento, sino como una necesidad que brota de las entrañas y se remansa en el corazón. No desde una creencia, sino desde la experiencia palpada de la guerra como sinsentido. Desde el hastío y el cansancio. Desde la comprensión.

Cuando el ego templado por el amor alcanza su plenitud, las batallas se revelan de pronto como cuentos de nunca acabar. Son grescas del ego inmaduro, que cree que el respeto es algo que le tiene que venir de fuera y que ha de abrirse paso en el mundo conquistando o defendiéndose, y salta continuamente por una cosa o por otra, sea la pugna por un espacio en el transporte público o se trate de la contienda más aparentemente trascendente o heroica.

El ego inmaduro puede andar por ahí vestido de adulto, pero sigue amarrado en la adolescencia y, a pesar de sus formas y sus edades, como adolescente piensa, siente o actúa. Con un inconveniente: los niños saben que se están convirtiendo en adultos; nosotros, cuando miramos hacia arriba, no vemos a nadie más que nos dé la medida. Por eso exigimos que se nos consientan pataletas y modos que no toleraríamos a nuestros hijos y nos perdemos en motivos que no nos requerimos madurar.

Sin embargo, en su plenitud, el ego mismo se aburre de las peleas en las que se enzarza. Sabe que, aunque parezcan lugares nuevos, acabarán llevándolo a los eriales de siempre, como esas ruedas en las que corren los hamsters, a las que espero que tales animalitos se suban con ánimo de divertirse y no con el de llegar a alguna otra parte. Que cuando pierde, pierde, y cuando gana, acaba perdiendo también.

La esencia es intocable. Sólo batalla el ego. Por automático y por reactivo. Y porque, a falta todavía de una columna vertebral que nos sostenga de verdad, ha de cumplir con su cometido de armadura que contiene y da forma. Se siente herido o agraviado fácilmente y se enardece. Llama sensibilidad a la susceptibilidad, justicia a la venganza, profundidad a la intensidad, grandeza al narcisismo, y se emborracha con las emociones realmente intensas que le despiertan sus escaramuzas.

Cómo ocupar el lugar, ejercer el propio poder, tomar la autoridad de nuestra vida, sin perdernos en el espejismo de la guerra. Cómo tomar, pedir, conseguir, expresarnos… sin convertir al otro en un oponente, en un competidor o en un obstáculo ¿Acaso es posible alcanzar algo a través de las dificultades y no partirse al menos un poco la cara… o partírsela quizás un poco a alguien? El ego inmaduro no logra imaginarlo; el ego pleno, progresivamente, no concibe otra cosa.

Cuando el ego va alcanzando su plenitud a través del amor, puede contemplar desde una montaña más alta. Empieza a ver a todos, además de a sí mismo y a esos «suyos» en los que se prolonga. Comprende las redes, los lazos, las relaciones, a veces sutiles, a veces remotas… Deja de recortar las historias y de ver las fotos planas. Entiende que cualquier guerra acaba bombardeando el propio tejado, que las heridas son semillas de otras heridas que se propagan, se atesoran y se dejan en herencia. Y entonces siente una paz, una reconciliación, que le permite ir haciéndose sabio.

Yo hoy quiero detenerme en ese momento conmovedor en el que empezamos a experimentar claramente el sinsentido y el hartazgo de nuestras guerras mientras aún no hemos logrado ir liberándonos de nuestros automáticos. Perdidos en el vacío de no darle envergadura a lo que ya no nos sirve y en el que queda tras el subidón de habernos enzarzado de todos modos. Enganchándonos y aburriéndonos de nuestros eternos enganches; cegándonos y reconciliándonos sin dominar aún el timón (¡si al menos dejaran de pelear también los otros…!). Ese territorio de incertidumbre, novedad y torpeza en el que, entre luces y sombras, se nos va liberando el corazón. Es incómodo, pero también glorioso.

A todos los que andamos en el borde del desfiladero, mi más profundo y emocionado respeto.

Marian Quintillá