Acostumbramos a imaginar al Guerrero sosteniéndose sobre sus pies. Eligiendo. Decidiendo. Haciendo o no haciendo, pero por propia voluntad.

A un Guerrero que actúa y dirige.

Sin embargo, en ocasiones las circunstancias nos reducen a un estado en el que no podemos nada y en el que lo necesitamos todo de los demás. Una enfermedad, un accidente, un colapso, el propio deterioro de la edad, la inminente cercanía de la muerte…

A veces no podemos. Ni siquiera lo más básico.

¿Quiénes somos, entonces, nosotros? ¿Qué Guerrero se dibuja en esa imagen dependiente y frágil, quizá para un tiempo, quizá hasta el fin de nuestros días?

No irás donde decidas, sino donde te lleven.

¿Cuál es el sentido de vivir esta extrema debilidad, esta impotencia?

Quizá sea esta experiencia la lección menos deseada, la parte de la vida de la que seríamos incluso filosóficamente capaces de prescindir, de declarar que sobra y hacer por respaldarlo con reconfortantes – y a veces aparentemente humildes – argumentos.

No hay forma de transmitir la enseñanza que otorga este estado. No hay transformación comparable a la que no puede venir de nosotros de ninguno de los modos.

El Guerrero impotente. El que conoce otra cara de la luz.

Démosle la bienvenida cuando llega, aunque sea duro.

Marian Quintillá