Cien años son pocos años para vivirlo todo. Por eso nuestro signo es el valor.
¿Lo veis? Se acumula, se concatena… Cuando acabamos de aprender, ya nos toca otra cosa. ¿Para qué, pues, estos aprendizajes? ¿para que se pierdan de vuelta a la tierra? ¿es que no hemos venido a vivir, sino a aprender a vivir y no llegar a tiempo?
¿De dónde sale, pues, esta fantasía sobre lo que es vivir la vida que luego no se encarna en ningún sitio?
Somos los eternos novatos de la existencia, perpetuamente sorprendidos y descolocados por el siguiente giro de la historia.
Construímos cajas fuertes, coleccionamos, llenamos cuadernos de apuntes, hacemos fotografías… pero no podemos detener el moho, las invasiones bárbaras…
Cien años son pocos para ir, volver y dar la vuelta de nuevo.
En las épocas antiguas en las que la gente vivía cientos de años, ésas que deben de estar descritas de forma simbólica porque ya sabemos que no puede ser, a lo mejor les daba tiempo de algo. A nosotros, no. Nosotros hemos de vivir sin pausa, sin espacio para reposar entre una aventura y la siguiente, rendidos a la barbaridad de pilotar la nave sin habernos sacado el carnet.
Por eso buscamos maestros. A ver si alguien sabe algo…
Pero los maestros de ayer nos parecen hoy niños obnubilados, lo cual conduce a la sospecha de que un niño obnubilado, aunque encuentre un maestro, no entiende lo que el maestro dice…
…Suponiendo que encuentre un maestro.
He visto ferias de sabiduría. Vendedores de humo. Compradores de nada. Pero se estaba calentito…
Brújulas locas.
¿Habrá una brújula que no esté loca? ¿Dónde? ¿Cuál?
Cien años son pocos, así que habrá que concluír que hemos venido a hacer chapuzas, cometer errores, enterarnos a toro pasado, disculparnos y entregar la ambición de saber.
A vivir sin quitamiedos. A ofrecer a la muerte una conmovedora biografía deshilachada.
Marian Quintillá
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