La última esclavitud, la más profunda y seguramente la más fuerte es la que nos hace esclavos de nosotros mismos.

En realidad, muy posiblemente, si no fuéramos nuestros propios esclavos, tampoco lo seríamos de nadie ni de nada más.

Así de simple. Así de definitivo. De modo que ésa es la elección.

Cuánto tiempo para verlo. A cuántas personas, circunstancias, peripecias, características, herencias, carencias, fatalidades… hemos responsabilizado de esa argolla férrea con la que nos matenemos subyugados. Tomándolas una por una, desmontándolas quizá una por una… parecía que, paso a paso, nos acercábamos a la independencia. Y había una parte, aquella en la que nos mirábamos, en la que nos hacíamos conscientes de nuestras trabas internas, de nuestra forma de ser y hacer en el mundo, en la que llegaba a dar la sensación de que nos estábamos ocupando justo de esa forma de cautiverio.

Pero no. No en el fondo. No donde tiene lugar lo verdadero.

Entendedme, no pretendo ni mucho menos desvalorizar ese trabajo clarificador, importante, del que todos participamos. Sólo señalar que ninguna de esas capas, de las que no niego que sea deseable desprenderse, alcanza el núcleo de la libertad auténtica.

Cuando acabamos de ser esclavos de las cadenas que percibimos, empezamos a serlo con más vigor de lo invisible, lo cual, como ya estaréis notando, a menudo anda disfrazado de libertad genuina.

Contrariamente a lo que nos habría parecido predecible, en este estado de envidiable consciencia y soltura que tanto nos alegramos – hablo en serio – de haber alcanzado, nuestra obstinación nos pisotea la voluntad más acendrada, la felicidad sigue dependiendo de lo que perdemos o lo que conseguimos, la satisfacción aparece y se nos escapa, permanecemos agarrados a un sí, un no o un quizá, continuamos temiendo por lo que podría ocurrirnos si no mantuviéramos esa última servidumbre interna, nos maltratamos con nuestras apetencias o nuestras perezas, sacrificamos el amor por sucedáneos más deslumbrantes y menos audaces, vislumbramos horizontes inmensos que seguimos prefiriendo aplazar, divinizamos el bienestar, el capricho o el ascetismo, llamamos honestidad al autoengaño y franqueza a la falta de respeto, confundimos el instinto con el impulso, nos volvemos insensibles, agresivos o desdeñosos ante lo que nos cuestiona, cultivamos la euforia o la tenacidad para tapar el desasosiego, la meditación o la oración para emperifollar el vacío, la distracción para relativizar el aburrimiento o el dolor, la desconexión para procurarnos la paz…

Continuamos sin ver realmente a los otros, exprimiéndolos o ignorándolos, encariñándonos o rechazándolos, manteniéndolos en otro plano distinto en el que siguen siendo instrumentos de nuestro bienestar o nuestra frustración.

Y todo esto puede ser aparatoso o suave… suave…

Y decimos: así es la vida, no hay más, ya hago lo que quiero. Y creemos que por fin hemos madurado.

Pero seguimos teniendo que hacer lo que nuestro interior nos dicta, en lugar de lo que nuestra libertad última nos presenta y de lo que nuestra penetración contempla… o contemplaría si nos dejáramos inspirar. Continuamos prisioneros de nuestra despampanante estrechez de miras. Hemos entrado en otra forma más sofisticada y emocionante de supervivencia.

Es sutil. Probablemente sólo los efectos que este estado de engañoso albedrío tiene sobre nosotros pueden llevarnos a empezar a sospechar de su trampa.

La esclavitud que nos ata a nosotros se ancla en las creencias más básicas que tenemos sobre lo que somos y lo que resultan ser la libertad y la plenitud de nuestra vida. Ésa es una parte importante de su descomunal fuerza. Cómo desafiar la cordura, ofrecer nuestra preciosa vida mortal, hasta tal punto.

Únicamente ese sabor equívoco, esa persistencia susurrante y molesta de lo impostado o lo inconsistente, se empeñan en alertarnos del espejismo en el que continuamos inmersos.

Si llegamos a abrir la puerta de esa jaula, ¿cuántos de nuestros tesoros se derrumban y cuántos caminos menospreciados abren sus brazos ante nosotros?. Y, si llegamos a mirar de verdad a los demás, ¿cuántas actitudes dejan de poder seguir manteniéndose y cuántas otras empiezan a emerger?. Tengo la insistente sensación de que sólo así morimos y renacemos de verdad antes de que nos llegue la hora de la muerte.

Y apuesto no sólo por que es posible, sino por que forma parte del curso de nuestra naturaleza.

El primer paso del Guerrero es la consciencia de que, en su ofuscación, su vida sucede como hoja de otoño en manos del viento. Y llegados a este instante, hay que empezar a volver a dar, desde un nuevo lugar, el primer paso.

Marian Quintillá